El Legado Sielencioso de una Madre Extraordinaria
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Por Lola Murias, hija de una madre extraordinaria; Dolores García Aguayo (Lili)
En la vida, hay historias que no necesitan adornos porque su grandeza reside en la verdad con la que fueron vividas. La mía es una de ellas, y tiene un punto central, firme e inamovible: mi madre. No porque fuera perfecta —aunque para mí lo es—, sino porque encarna la esencia de aquello que convierte a una mujer en una madre excepcional: fortaleza, entrega, amor incondicional y una fe inquebrantable en sus hijos.
Mi madre enviudó cuando yo apenas tenía ocho meses. La muerte repentina de mi padre, durante unas vacaciones familiares en Santander, la situó de golpe frente a una vida para la que ninguna persona está preparada. Sola, sin red, asumió el papel doble de madre y padre. Lo hizo sin exhibiciones, sin dramatismos y sin buscar reconocimiento. Lo hizo porque había dos hijos que la necesitaban. Y lo hizo con una entereza que, con el paso de los años, he aprendido a admirar como uno de los actos de valentía más puros que he visto nunca.
Desde pequeña, mis sueños eran tan diversos como intensos: ir al Circo de los Muchachos, convertirme en corresponsal de guerra o ser detective. Mi madre, siempre preocupada por darme herramientas para el futuro, me apuntó a un curso de taquimecanografía cuando tenía once años. Obtuve un título que nunca utilicé, pero con el tiempo comprendí que ese gesto no era un desvío en mi camino, sino una muestra más de su amor: su forma de intentar protegerme, de anticiparse a la vida, de abrirme puertas aunque yo todavía no supiera cuáles quería cruzar.
Mi trayectoria profesional comenzó muy joven, en el mundo de la televisión. Más tarde, evolucionó hacia la consultoría de negocio. Y ya adulta, cuando quise dar un giro radical a mi vida y le dije: “Mamá, quiero ser detective”, ella me apoyó sin reservas. A pesar de sus miedos —porque los tiene y muchos—, a pesar de las incertidumbres y del vértigo que supone ver a una hija adentrarse en caminos que no conoce, su respuesta fue la misma de siempre: sí.
En aquel momento yo era madre de dos niñas pequeñas, recién separada y con una vida que pedía más de lo que parecía posible dar. Y sin embargo, ahí estaba ella: apoyándome con mis hijas, con mis viajes, con mis estudios, con mis decisiones. Sosteniéndome donde yo flaqueaba y creyendo en mí cuando yo misma dudaba. Hoy, cada paso que doy en mi profesión lleva la huella invisible de su apoyo.
Pero hablar de mi madre solo en clave familiar sería reducir una historia mucho más amplia. Es una mujer culta, políglota, profundamente profesional, con un mundo recorrido y una visión extraordinaria. Llegó a representar a la peseta española en México junto a los Reyes de España. Vivió un terremoto y estuvo incomunicada durante un tiempo que se me hizo eterno; temí por ella, imaginé lo peor. Pero mi madre siempre resurge. Siempre. Como el ave fénix que parece llevar tatuado en el alma.
Años después, cuando decidí marcharme a vivir fuera de España, me impulsó y me apoyó de nuevo. Y cuando un cáncer la alcanzó, volví. Siento que no estuve a la altura de lo que merecía; la enfermedad en ella me paraliza, me descoloca, me hiere de una forma difícil de explicar. Pero incluso en esos momentos de fragilidad mía, ella siguió siendo fuerte. Siguió siendo madre.
Mirar atrás y comprender el recorrido no hace sino reforzar una verdad que siempre ha estado ahí: todo lo que soy se lo debo a ella. Su tenacidad, su perseverancia, su capacidad de levantarse ante la adversidad, su fe en la vida y en sus hijos, su generosidad sin límites… Todo ello ha marcado mi forma de estar en el mundo.
Hoy, desde la madurez y la gratitud, reconozco que he tenido el privilegio de caminar de la mano de una madre extraordinaria. Una mujer que no solo me dio la vida, sino que me enseñó a vivirla con coraje, dignidad y propósito.
Este artículo es para dejar constancia, por escrito y para siempre, de que mi historia no puede entenderse sin ella.
De que cada logro y cada paso llevan su nombre.
De que su amor ha sido mi motor más profundo.
Gracias, mamá.







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