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NO SE PUEDE DECIR, SOY FEMINISTA

Actualizado: hace 4 días



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Por Lola Murias

Detective Privado. CEO de Descubro B2B



Lamento profundamente la situación en la que se encuentra España. De verdad. Pero aún lamento más tener que evitar decir que soy feminista porque, al parecer, en 2025 pronunciar esa palabra equivale a declararse militante profesional de un pack ideológico que incluye radicalidad, dogma, pancarta y un carnet virtual de la extrema izquierda.


Pues no. Soy Lola. Soy mujer. Soy detective. Soy empresaria desde los 19 años. Y, para rematar, tampoco soy perfecta. Qué decepción, ¿eh?


Desde niña soy feminista, pero del feminismo de antes de que lo metieran en un laboratorio político, lo centrifugaran y lo convirtieran en arma arrojadiza. El feminismo que yo aprendí consistía, simplemente, en pelear por la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Punto. Sin apellidos, sin bandos, sin obediencias debidas.


Claro que dicen que “despisto”. Que cómo puedo defender un sistema liberal si soy feminista. Lógico: es que llevo trabajando toda la vida, creando empresas, generando empleo y tomando decisiones desde que otros estaban eligiendo carrera porque quedaba cerca de casa. Pero también defiendo ideas que podrían considerarse progresistas. Sorprendente, ¿verdad? Que una mujer tenga criterio propio en vez de un manual de instrucciones ideológicas.


He votado izquierda. He votado derecha. Siempre de manera estratégica, lo cual es un concepto incomprensible para quienes solo saben votar con las tripas o con la camiseta puesta. Voto para sacar del poder a quien creo que sobra, no para que me pongan una pulsera de colores políticos. No me identifico con ninguno. Tengo algo gravísimo: personalidad.


Si no me gusta Greta Thunberg no significa que no crea que el planeta se está yendo al carajo por lo mal que lo tratamos.

Si la Flotilla de la Libertad me parece un fraude no implica que me importen una mierda los niños palestinos.

Si critico a Netanyahu no significa que quiera que desaparezca Israel del mapa.

Si digo que Milei está como un cencerro, tampoco estoy firmando la entrada de Podemos en mi salón.

Si me indigna Trump no estoy pidiendo canonizar a Biden.

Si cuestiono la Ley del Sí es Sí, no estoy pidiendo volver al medievo.

Y si señalo que Irene Montero convirtió un Ministerio en un reality show, no estoy negando ni una sola de las violencias que sufren miles de mujeres.


Ejemplos tenemos para aburrir. Pero hay quien necesita que el mundo tenga solo dos colores: negro o blanco. Binario, simple y cómodo. Como una PlayStation moral.


Estoy profundamente decepcionada con la situación actual. Y no, no me gusta Sánchez. Ni su fariseísmo, ni su manual de supervivencia política, ni su ego hipertrofiado. Pero tampoco me gustaba Rajoy, con su constante aroma a “que pase otro que yo me vuelvo a mi registro”.


Soy hija de una mujer viuda que trabajaba en la Inspección de los Servicios del Banco de España, llevando la Secretaría General. Una mujer admirable, culta, políglota, libre y con más mundo que todos los tertulianos políticos juntos. Maneja herramientas digitales con 83 años, sigue conduciendo —aunque agarra el volante como si fuera la rueda esa del columpio del Parque Berlín— y sigue teniendo más criterio que todo el Consejo de Ministros en pleno. Ojalá yo le llegase a la suela del zapato.


Y, sin embargo, aquí estamos: en un país donde si no te gusta uno, obligatoriamente tienes que ser del otro. Donde la gente no quiere matices: quiere etiquetas. Quiere interpretar por ti lo que eres, lo que piensas y, si te descuidas, hasta lo que debes sentir.


Pues no. La vida está hecha de grises. Y entre el blanco y el negro caben miles de matices que no interesan a nadie porque no se pueden convertir en un tuit incendiario.


El feminismo liberal —sí, ese que existe aunque algunos lo quieran enterrar— es el que defiende la igualdad, la libertad económica, la meritocracia, la educación, el progreso real, no la performance. El que no necesita enemigos imaginarios ni guardianas de la moral para justificar su existencia. El que no tiene miedo de decir que estamos perdidos, pero no por falta de feminismos, sino por exceso de trincheras.


Porque si algo tengo claro es que feminista lo he sido siempre. Lo que no estoy dispuesta es a dejar que otros utilicen esa palabra para convertirme en un peón de su tablero.


Y si eso incomoda, mejor: la libertad empieza donde termina el aplauso fácil.


para finalizar, una pregunta para esas mentes pensantes —o mejor dicho, para quienes creen que piensan porque llevan siempre la radio puesta como si fuese un respirador vital.


Dime, ¿escuchas la SER?

¿Escuchas la COPE?


Si la respuesta es sí a cualquiera de las dos, enhorabuena:

ya entiendes el peón perfecto que eres dentro de un sistema que nos quiere divididos, dóciles y previsibles.


Porque si un día te levantas con la SER te sientes progresista, comprometido y crítico.

Y si al día siguiente te acuestas con la COPE te crees patriota, firme y defensor de los valores eternos.


El truco es que ambos lados necesitan exactamente lo mismo de ti:

que no pienses por tu cuenta.

Que no dudes.

Que no preguntes.

Que no te atrevas a opinar fuera del guion porque entonces ya no eres útil para su narrativa.


Y ahí está el verdadero problema:

que no quieren ciudadanos, quieren espectadores.

No quieren criterio, quieren obediencia emocional.

No quieren feministas libres, ni liberales libres, ni gente libre:

te quieren simple. Te quieren predecible. Te quieren colocado en un bando para poder insultarte desde el otro.


Por desgracia, esto no se queda en la política, ni en la radio, ni en los cuatro debates de plató que algunos confunden con pensamiento crítico. No, esto se ha extendido como una plaga a todos los ámbitos y a todos los core de nuestra sociedad —sí, core, porque ya hasta para describir lo que está podrido necesitamos anglicismos.


Lo vemos en las empresas, donde o eres del “team innovación” o del “team dinosaurio”, sin término medio.

Lo vemos en la universidad, donde discrepar se considera violencia pero señalar estupideces es pecado capital.

Lo vemos en el feminismo, en el ecologismo, en la economía, en el deporte, en las redes sociales:

todo dividido, todo polarizado, todo empobrecido.


España entera convertida en un campo de fútbol donde ya no importa el partido, solo el insulto.

Y si no eliges bando, te lo adjudican. Y si no encajas, te expulsan.

El pensamiento propio es hoy un acto de resistencia, casi de clandestinidad.


Pero lo siento mucho: a mí no me programan.

Ni la SER, ni la COPE, ni los talibanes del activismo, ni los guardianes del liberalismo ortodoxo, ni nadie que pretenda decirme qué debo pensar para ser considerada válida.


Porque lo que está fallando no es el feminismo, ni la política, ni los valores.

Lo que está fallando es una sociedad que ha perdido el hábito de pensar y el valor de disentir.


Y así estamos: atrapados entre el blanco y el negro, olvidando que lo interesante —lo verdaderamente humano— siempre estuvo en los grises.


Lo único que queda es rezar, para los que somos creyentes, con cuidado porque ser creyente te convierte en la actualidad de manera automática en Facha.


Nos vamos a la mierda.





 
 
 

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